miércoles, 1 de mayo de 2013

¡A ver si me vas a romper las gafas!

Cuando se abalanzó sobre mí con la navaja de hoja brillante, supe que pretendía asesinarme. Llevaba escuchando sus pasos a mi espalda desde hacía, por lo menos, diez minutos, cadenciosos y brillantes como los de un bailarín de claqué. Chapoteaban levemente sobre la película de agua que se había formado en la acera después de uno de esos chaparrones nocturnos de abril. La luz difusa de un farol antiguo, justo en la esquina, terminaba de darle a la escena un aire neoyorquino.
Recordé la última vez que había sido apuñalado. Mi amigo Javier Pérez Ortega me clavó un puñal de plástico en el omóplato izquierdo a la edad de 6 años. Felizmente, la hoja era retráctil y no sufrí daño alguno más que el del herido orgullo de un chico de E.G.B. Evidentemente sabía que lo de esa noche no iba a ser ni parecido, pero por lo menos ya no era virgen en lo tocante a apuñalamientos, y eso me daba cierta ventaja a la hora de sobrevivir.
Cuando la hoja me atravesó el plexo solar, sentí un dolor agudo, y me pregunté por qué razón el antisocial estaba dándome matarile. Desde luego no era para robarme, porque si me lo hubiera pedido cuchillo en mano, yo le habría dado hasta la alianza de oro de mi ex mujer, si con eso evitaba este momento tan embarazoso para los dos. No era necesario llegar a la casquería.
Empecé a repasar mi lista de acreedores. Me dio la risa (sin olvidarme de lo que estaba sucediendo), cuando imaginé a mi padre bajo ese mismo farol, tendiendo un sobre con quinientos euros a un sicario colombiano, a cambio de que me asesinara. Sin duda por aquel incidente de la lotería de navidad.
Empezó a llover de nuevo, esta vez con fuerza. Apoyé la cabeza contra la pared de ladrillo, dispuesto a dar mi último suspiro de aire húmedo de agua y gasoil, antes de que la sangre invadiera mi tráquea.

Vi la cara del presunto delincuente. Era una mujer.

¡Con la iglesia hemos topado! Nunca se me han dado bien las chicas. Me pasa como con los trabajos: no tengo uno durante años y, de repente, se me presentan tres o cuatro. Me agobio, y acabo quedando mal en todos.
Así que era eso. Un crimen pasional. Me pareció anticuado y, dadas las circunstancias novelescas, pensé que lo más indicado en ese momento era decir algo muy dramático y desgarrado. O bien algo sin sentido, poniendo la guinda a toda una vida de payaso. Opté por lo segundo.
“¡A ver si me vas a romper las gafas!”.
Y morí.