viernes, 7 de diciembre de 2012

Debería haber meado antes de acostarme.

Salgo del trabajo seriamente perjudicado. Ebrio de amistad, de amor, de cerveza y de Jack Daniel's. Pongo rumbo a mi casa atravesando el bosque de piernas de la calle Real. Hace calor para ser la seis de la mañana. Hacia la mitad del recorrido, ya en silencio casi absoluto, empiezo a percibir el ruido de mis pasos. Los noto cansados. Seguramente acusan el cansancio de sujetar un cuerpo viejo prematuro y una cabeza llena de movidas. Cierro los ojos y trato de orientarme con el tacto que las rayas de la acera me producen en las más que sensibles plantas del pie. Mala idea: abro los ojos y me encuentro andando en una direción distinta. La desorientación me hace caer en uno de esos remolinos de náusea y sueño producidos por el alcohol. Me agarro al aire para no caerme. Llego a mi portal. Me pregunto quién ha cambiado de sitio el portero automático, reflexiono sobre la cuestión, y me doy cuenta de que ese no es mi portal. Llego a mi portal. Me he dejado las llaves de casa en el curro. Me cago en Dios. Echo a andar de vuelta. Oigo un tintineo y me doy cuenta de que llevo las llaves en la mano. Llego a mi portal. A la tercera va a la vencida. Me desespero con los nervios del perro. Me doy el gustazo de desplomar mis cien kilos (es una cifra estimada) sobre el colchón, que pone cara de susto al ver toda esa carne impactando de forma inminente sobre su piel. Borracho, sí. Pero feliz a falta tan sólo de un detalle: Tu piel y la mía juntas, durmiendo rabiosamente para no tener que saludar al sol.

Vendo unos ojos negros.

Tiene aspecto de uva pasa. Y, ahora que lo pienso, se parece a una uva pasa: arrugado y rudo por fuera, pero dulce y reconfortante por dentro. El hecho de que no lleve boina, hace que se pierda un poco la magia del asunto. El señor Martín, sentado erguido con las piernas muy abiertas en una silla verde, mano sobre mano en una vara que de vez en cuando espanta al perro, me cuenta que antes sólo había en el barrio de la Calera casas bajas. Dice que todos se conocían y que, en las noches de verano, se echaban la rebeca y se sentaban en la calle a charlar con los vecinos. Recuerda que durante meses, tuvieron que hablar bajito para no molestar a la nonagenaria Rosario, que siempre había estado en la cama presa de los nervios, y que agonizaba ahora con los aperos de la mortaja junto al cabecero de marfil jaspeado y plata renegrida. No había alumbrado público y, de vez en cuando, surgía de las tinieblas alguna pareja de beneméritas urracas provocando un silencio sepulcral. Daban las buenas noches, y se marchaban sabiendo que más de uno les hacía un corte de manga. El anciano me cuenta, muerto de la risa, que una vez vino enseguida una segunda pareja de Guardias Civiles, y les sorprendieron a todos mofándose de los que iban en la avanzadilla. Estuvieron una semana sin salir a la calle. Pero no pasó nada. Me dice que a él no le importa que haya "moros, negros y tó eso". Muchos de los suyos tuvieron que marcharse con lo puesto a otros países y siempre se les acogió, por lo menos, con dignidad.Y favor por favor. Lo que no soporta es a los chinos. Le parecen "malajes" con esos ojos "medio cerraos". Ahora no es que se esté mal. Pero antes, por las mañanas, el sol entraba por la puerta de la calle y cruzaba la casa hasta iluminar el patio con tejadillo verde. Hoy, los bloques de pisos quitan mucha luz, pero en algún sitio tienen que vivir los jóvenes, me dice. Ya casi no hablan con los vecinos. Después de la cena echan la novela y casi todos, algunos hombres incluídos, hacen sueño viendo la televisión. Lleva muy mal que haya tantos coches. Sobre todo, está deseando cruzarse con el tipo que aparca una furgoneta amarilla enorme delante de la ventana de su cuarto de estar. Le condena a una visión que no es la última que quisiera tener antes de morir. Porque él morirá en su casa baja de La Calera. Lo tiene clarísimo. "Entre que llega la parca, estaré aquí tomando el fresco" Le pregunto de dónde es. "Manchego" Me dice, con la cabeza alta de un comunero emigrado. Le compro unos tomates, le doy los buenos días, y me marcho mirando cómo Celia canta mientras sacude la ropa para tenderla. En verano se seca en veinte minutos. "Yo vendo unos ojos negros ¿Quién me los quiere comprar?".

Te está pequeña esa camisa.

Serrat y Sabina cantan a dúo a través del pc mientras yo observo el pliegue que tu pecho forma sobre tu nívea piel (sí, sí: "nívea"); y que se asoma por entre los botones de la camisa negra llena de pelos del gato. Te está pequeña. Simulo que escucho tu interminable discurso sobre lo mala que es la jefa. Deslizo los ojos como si fueran labios sobre tu cuello, y llego al primer botón de la minicamisa, que es un disco de Tony Zenet. Lo desabrocho con la mirada y me encuentro con la flor rosa que une las copas de tu sujetador. La bajada es ardua: requieres mi opinión y yo ni siquiera te estaba escuchando. Me invento algo y desabrocho mentalmente el segundo de los botones que me llevarán a tu ombligo. A estas alturas decido hacer noche en una cervecita, pero resulta ser un corto descanso: tengo la boca seca por el tabaco. Suenan los Bee Gees y me pongo moñas. Me imagino que tu parloteo contiene un mensaje cifrado, en el me declaras tu amor eterno. Enseguida me sacudo la cabeza y me recuerdo que lo único que quiero es follar contigo, así que me lanzo de cabeza a desabrochar telequinéticamente el penúltimo botón de mi viacrucis de cuatro. Me cuesta menos esfuerzo cuando te pones algo con cremallera. La maniobra mental de desacoplamiento de las dos partes de tu camisa, está a punto de finalizar. Me pongo el casco y voy a por el cuarto y último disco de plástico con la misma sensación que debe tener un mosquito cuando ve que va a morir aplastado en el cristal de la furgoneta. Blow Monkeys. Sigues hablando tonterías mientras recorro tu torso ahora desnudo con los dedos de mi coco enfermo. Supongo que soy adicto, también, a la droga de tu piel. Y eso que aún no la he probado.

Sobran las presentaciones.

Deslizo mi mirada furtiva como una lengua virtual sobre tu espalda infinita. Levanto levemente la punta de la nariz para intentar percibir tu aroma. Creo que debe ser de hojas de otoño húmedas. La música está demasiado alta, y la copa helada va a caer al suelo en cualquier momento por la flojera. Insalivo cuando te das la vuelta y puedo apreciar tus pechos pequeños oscilar libres bajo la camiseta blanca. Todas las putas columnas de Roma y Atenas juntas son insignificantes al lado del fuste de tu cuello. Tengo buen ángulo de observación, puedo apreciar tu basa y compenzo a hiperventilar. Me fijo ahora en el capitel. Las pecas forman un universo de estrellas sobre la nieve. Uno los puntos intentando formar una constelación hacia la que dirigirme ahora mismo. Lo consigo. Constelación de Labios. Arranco la escoba y me monto en ella para volar hasta ti. Me acerco y te beso. Delicado momento, ese en el que el destino tiene que elegir la patada en los cojones o el beso en la boca. Dos mil millones de años duran tus verdes ojos, perplejos, sobre mi cara de ¿y bien?. La perplejidad va virando hacia la curiosidad. La curiosidad te muerde el labio inferior. El labio inferior se adelanta junto con el superior para devolverme el beso. Ya no hay música. Ya no hay luz. Ya no tengo frío. No hay nada ni nadie. Sólo nuestros cuerpos muy cerca.

Operación Perrú.

Lo más bello que he tenido en esta vida de mierda, yace de costado en el sofá que ha sido su lecho en estos últimos años. Tiene la respiración agitada. Me han dicho que sueña cosas terribles o maravillosas. Sólo el Dios de los perros sabe qué visiones pueblan su cabeza. De vez en cuando levanta a duras penas la cabeza y me busca. Yo me acerco y le digo cosas. Acaricio suavemente su pelo mientras le canto alguna canción absurda. No me sonrojo: no hay nadie más aquí. Miro constantemente la cicatriz esperando no ver algún síntoma de que algo va mal. Nada va mal. Todo es correcto y, en pocas horas, estarás "amargándome la vida" otra vez. "En cuanto apoye mis huesos prematuramente cansados en algún lugar del mundo, vendré a buscarte y te llevaré conmigo. Si es necesario comeremos arroz hervido o basura de los contenedores, No sería la primera vez ¿verdad?. Estaremos juntos. Eso es lo que importa".

De aquí a nosedonde.

Espantando la tristeza camino, sin rumbo fijo, por esta ciudad gris polvoriento. Miro constantemente a un lado y a otro esperando encontrarme vuestras pupilas familares a la vuelta de cualquier esquina. No todo iba a ser amable: la soledad me muerde el estómago hoy con una fuerza que no había sentido jamás. Supongo que es otro de los peajes que un extranjero tiene que pagar. Las lágrimas se descuelgan sin permiso, como diría Robe, del precipicio verdimarrón de mis ojos. Tengo miedo de que se note que soy mucho más fragil de lo que mi paso decidido denota, y algún desalmado se ria de mí. Así que paso los dedos por debajo de mis gafas de pasta y continúo mi andar enérgico en dirección a aquello que parece una interesante iglesia. En realidad, a día de hoy, me importa una mierda la arquitectura sacra. No tiene sentido si no tengo con quién hablar alguna tontada, o con quien tomar una cervecita hablando de las cosas que ayer me hastiaban por ser las de siempre. Esta tarde iré ver el mar. Está sólo a veinte minutos andando de "mi casa". El mar siempre me arropa y me aconseja. Lanzaré mi botella con un mensaje de amor por los míos, pero no pondré el tapón: así el papel se deshilachará, y la misiva no llegará nunca. Os extraño.

No vuelvo a ir a ese McDonald's

Vaya fin de día... Llego del trabajo al punto donde me deja el taxi de la empresa las 6 e intento coger un taxi para la casa... Después de más de una hora, reventado de cansancio, abandono y decido comerme una ensalada en el McDonald's y llamar después a un taxi. Mucho más caro, pero vienen seguro. Estoy comiendo mi ensalada y, al morder un crouton (que estaba delicioso, a Dios lo que es de Dios), se me rompe una muela con gran dolor... Un grupo de niñas -la universidad está al ladito- se descojona de risa al ver mi cara de dolor, y cómo se me saltan las lágrimas por el padecimiento (se me saltan cuando me duele algo). Antes de terminar la cena, llamo al taxi. No contestan. Llamo al taxi. No contestan. Llamo al taxi. No contestan. Me levanto de la mesa, y tropiezo con la silla que cae al suelo con gran estruendo. La gente ha debido pensar que era un disparo, porque se ha hecho el silencio... Después las risas. Salgo a la calle y llueve. llamo al taxi. No contestan. Llamo al taxi "usted no tiene saldo para hacer esta llamada" Entro de nuevo al McDonald's y pregunto dónde puedo cargarlo. Me señalan un enchufe. Les digo que no es eso. Que le quiero poner saldo. Se vuelve a reir todo el mundo. Me indican una gasolinera que está dos cuadras, allí puedo recargar (poner saldo, quiero decir) el móvil. Coño con las dos cuadras. Sigue lloviendo. Después de quince minutos andando, llego y cargo (pongo saldo) al móvil. Llamo al taxi. No contestan. Llamo al taxi. No contestan. Vuelvo andando al Mcdonald's empapado y muerto de cansancio. Al final, en contra de las serias recomendaciones de los peruanos, me arriesgo a coger un taxi cualquiera. Paro por lo menos a cinco y ninguno me quiere llevar. Demasiado corta la carrera. Me planteo la idea de ir andando, pero el único cerro que hay en Lima, me separa de la casa. Al final para uno. Quince soles. El triple de lo que me costaría si no tuviera esta cara de desesperación. Me siento y el tipo pone la música a todo volumen. Cumbia, para variar. Llego a la esquina de la casa. Pretendo ir al cajero, pero está ocupado. Me espero en la puerta. Llueve y la alarma de un coche se dispara frente a mí atronándome los timpanos. La conductora está dentro, pero no apaga la alarma. Debe pensar que la voy a atracar. Ganas no me faltan, la verdad. Saco dinero y me encamino hacia la casa con la cantinela "mañana será otro día" en la cabeza.

Lorenzo.

Y cuando Lorenzo asoma sus manos por entre las lamas de la persiana, noto más que nunca la falta de una piel a mi lado. El revoltijo de piernas, sábanas y alientos de pozo, el mal humor de por las mañanas y el olor a café con leche, me quedan tan lejos que podría decir que estoy en el polo opuesto de donde quisiera estar esta mañana. Empiezo a estar en una edad en la que se supone que hay que conformarse con lo menos malo... Pero no me conformo. Encontraré la humedad, detestaré las manías, amaré la rutina y besaré los labios de cartón de la mañana abrazado a unos ojos que lloran cuando hace falta.