jueves, 21 de enero de 2010

De payaso a taxi en quince días.



Me gustaría encontrar, en este marasmo de siglo veintiuno, la rosa amarilla que dejé en tu ventana. Menos mal que vives en un bajo, así no tuve que jugarme la vida.
La dejé más o menos fresca, con el tallo un poco dañado por haber intentado quitar las espinas demasiado rápido. Los rebordes de los pétalos ya estaban algo pasados, pero es que llevaba casi una semana calibrando la idoneidad de mi atentado de amor. Es lo que me pasa siempre: mucho tiempo pensando, y poco actuando.
La rosa estuvo ahí, atada con una bolsa de las de las cacas de los perros, casi quince días. Dos semanas en las que pasaba dos o tres veces diarias por delante de tu ventana, con la esperanza de ver que habías prendido una margarita a al lado de mi flor en señal de correspondencia.

Me frustré definitivamente cuando, al día catorceavo, vi las enormes bragas de tu madre tendidas en la misma ventana que mi misiva romántica. Recuerdo que me pregunté quién tendría el estómago de fabricar esos tangas king-size y, acto seguido, constaté que mi flor te importaba un pepino. Constaté que mi amor no te importaba. Constaté que mi esfuerzo botánico había sido en balde.

Me quedé triste. Como un cachorro en un refugio, que mueve el rabo con la esperanza de ser el próximo adoptado, y que agacha las orejas y llora quedo cuando el niño pasa frente a él sin elegirle.

El payaso de la flor pasó a ser el abuelo que mira la puerta del asilo esperando ver a su familia.

El taxi en el desierto, como diría Sabina.

Es curioso cómo se puede pasar de un tipo de patetismo a otro en sólo quince días.

En fin. Veré de qué modo Stanislavski me puede ayudar con esto...



Y no. No va por tí... (Perdón por la licencia privada)

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