viernes, 14 de agosto de 2009

Ropa Sucia I.

Alzó en vilo sobre su cabeza el cesto de la ropa sucia y la esparció toda por el suelo del cuarto de baño. Se arrancó violentamente el camisón con el que le había estado esperando y, desnuda, se lanzó sobre las prendas baratas. Lloraba desconsoladamente y gritaba palabras ininteligibles abrazada a las sábanas que habían cambiado el día anterior, después de haber hecho el amor durante horas entre ellas. Guardó silencio cuando sintió la tentación de masturbarse frotándose con la ropa interior de aquel cuyas manos no volverían a recorrer su cuerpo, pero no pudo evitar volver a gritar cuando le asaltó la imagen del cuerpo de él roto por la brutal explosión.
Estuvo más de dos horas bañada por la potente luz de la lámpara del techo, oliendo las prendas sucias de Carlos y llorando como una niña antes de que el sueño la venciera, probablemente como mecanismo de defensa ante la inminencia del colapso nervioso.
Antes de dormirse, creyó oir el timbre de la puerta. Seguramente Luis, el vecino de arriba, había oído el escándalo y había bajado para ver qué pasaba. Aguantó la respiración hasta escuchar cómo el gordo del segundo A, arrastraba los pasos de vuelta al ascensor, y se abandonó al sueño.

Soñó con ella misma. Se vió en un plano cenital, con su cuerpo pequeño pasado de kilos desnudo sobre la tarima blanca. Vió la melena negra que tanto la enorgullecía enmarañada entre calcetines y camisas. Vió sus tremendos ojos verdes irritados de tanto llorar. Se sintió sola. Soñó alguna cosa tonta, y apagó la pantalla onírica para verlo todo negro y descansar.


......



El día había empezado mal. Una de las cosas que más le jodían de aquel pueblo del sur del gran animal Madrid, era la manía de doblar las campanas durante horas cuando algún vecino moría. Nunca le había preocupado demasiado la muerte, porque nunca había sentido un afecto lo suficientemente grande como para preocuparse por perderlo a causa de la muerte, y le parecía algo de lo más ñoño aquel tañido obstinado. Se había quedado unos minutos escuchando aquellos dos tonos de las campanas de Santo Domingo y tratando de descifrar su significado. Una de las notas era alegre, probablemente por la absurda y fingida alegría que sienten los Cristianos cuando uno de lo suyos les abandona en pos de una supuesta vida mejor. La otra nota era mucho más larga, oscura. Seguro que era el sonido de la tristeza contrapunto al júbilo del viaje del fiambre. Jugó a sonreir como una idiota al sonido de la campana alegre, y a poner una cara de exagerada tristeza a la campanada luctuosa. Tuvo miedo de que el espíritu anduviera aún por ahí revoloteando y le pegara una colleja por cachondearse de aquel modo de la muerte ajena, y siguió rulando el porro de marihuana que la íba a poner a funcionar aquella mañana demasiado clara de verano.

Encendió el petardo y aspiró con fruición el aroma ácido de la hierba que ella misma cultivaba en la terraza. Giró la palanca de la cafetera Krupps, y sus tímpanos vibraron con el ruído ensordecedor del cacharro. Todas las noches dejaba preparada la parafernalia cafetera para, al día siguiente, no tener más que mover el mecanismo y esperar a que el café saliera dócilmente por la tobera.

En lo que el café terminaba de gotear sobre la taza, se asomó a la habitación para contemplar, enfadada, toda la ropa sucia de Carlos tirada por la habitación.

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