miércoles, 19 de agosto de 2009

Ropa sucia. II.

El día había empezado mal. Carlos no sabía qué coño había pasado con el radio-despertador. Simplemente no había sonado, y él había tenido que salir disparado de la cama para irse al trabajo sin saber si se había puesto los dos zapatos iguales.
Bien mirado, la culpa del retraso había sido de Ana. Esa noche había estado insaciable. Cierto es que a él le gustaba follar más que a nadie, pero no se puede pretender estar toda la noche de folklore, y levantarse al día siguiente con el tiempo suficiente como para ducharse, afeitarse, desayunar, fumarse un porro e irse al curro. Pensó que no estaba siendo justo, y sacudió la cabeza como los perros para espantar el monólogo interior y dar paso a alguno más positivo.
Cuando llego ante la puerta del portal, se detuvo para mirarse en el espejo del zaguán. Se vio viejo. Sólo tenía treinta y seis años, pero la piel casi albina que había bajo su lanilla pelirroja, se obstinaba en parecer mucho más ajada de lo que cronológicamente le correspondía. Quien quiera que hubiera diseñado sus ojos azules se debía haber levantado, como él aquel día, con el pie izquierdo, pues no los había hecho preparados para el sol abrasador de esas latitudes. Probablemente Dios estaba fumado aquel día, y en vez de ojos le había colocado a ambos lados de la nariz puntiaguda, algún tipo de material fotosensible que mandaba rayos con forma de cefalea hasta el mismo centro del cerebelo. Al salir a la calle, sintió la bofetada del calor de agosto. “Joder, si sólo son las nueve de la mañana”
Y para colmo el toque de muertos... Las campanadas funerales le persiguieron durante todo el tiempo que anduvo buscando el coche. La noche anterior estaba tan colocado, que no recordaba dónde lo había aparcado. Cualquier día, en el curro, le iban a hacer mear en un tarro y se iba a quedar sin los galones que tanto se había merecido, y que tantas mamadas le había costado conseguir. Se dio cuenta de que, entre campanada y campanada, podía dar cinco pasos. Le hizo gracia, y se inventó una especie de marcha militar.
Pensó que ojalá no tuviera que disparar a nadie aquel día. Tenía tal resaca que no sabía muy bien si sería capaz de distinguir entre los malos y los buzones de correos. Sonrió al imaginar que gritaba “¡Bang! ¡Bang!” para que los compañeros pensaran que estaba disparando.

Llegó al coche, y al meterse dentro se sintió como se debe sentir una loncha de pan bimbo al entrar en la tostadora. Se cagó en todo y se colocó el cinturón de seguridad para no tener que soportar el pitido insolente del avisador. Sintió el perfume de Ana en el ambiente, y se imaginó que era una nube de humo rosa que le entraba por la nariz y le iba directamente a la polla. Tuvo una erección. Inmediatamente, su glande maltrecho le recordó lo vivido la noche anterior, y que debía comprar algún tipo de lubricante para la próxima.

Metió la llave en el contacto. Sacudió de nuevo la cabeza para no pensar en la analogía de turno, arrancó y se dispuso a incorporarse al tráfico de la calle Alfaro.

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