viernes, 17 de julio de 2009

Dormir abrazados

Querida Amiga:

No puedo borrar de mi mente el recuerdo del olor de tu cuerpo pequeño entre mis brazos. Y lo que es peor (o mejor): no quiero borrarlo.

El sólo hecho de tener tu piel de papel de seda pegada a mi piel de acantilado, vale más que cualquiera de los mejores polvos que he podido echar en mi vida. Me reía por dentro al sentir tu pelo fragante de champú del Mercadona pugnando por entrar en mi nariz y hacerme estornudar. Tuve calambres en la espalda de estar tanto tiempo sin moverme, y más tarde, agujetas durante una semana debido al peso de tu cabeza sobre la parte interior de mi brazo. Te confieso que no pegué ojo. Y sin embargo soñé. Soñé que era un embarcadero construído en un lago de leche tibia, que albergaba un barquito que se mecía al compás de tu respiración.

Dormir abrazados. No hizo falta nada más para que en mi alma quedara grabada aquella noche cálida de invierno junto a tí. El sexo es algo que se vuelve secundario cuando el amor es tan grande y puro, y la proximidad establece puentes eternos entre un cuerpo y otro. Durante unas horas, tuve la sensación de que éramos sólo uno. O una. No importa: si el sexo no tiene importancia, figúrate la banalidad del género.

Recé una oración pagana para intentar evitar que los rayos del sol entraran insolentes por entre las rendijas de la persiana, y porque el ruído de los motores de los coches de las personas que empezaban a irse a trabajar se apagara, convirtiendo la noche en eterna.

Pero fue imposible.

Te separaste de mí haciendo un ruído parecido al de un filete de ternera que se despega de la encimera de la cocina. Y, tápense los oídos las mentes delicadas, me cagué en Dios.

Mi cuerpo se levantó para ir a trabajar, pero mi alma se quedó ahí, en la cama. Esperando que tu barquito volviera a atracar para mecer suavemente mi mediocridad.

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